viernes, 27 de diciembre de 2013

Quinto domingo de Adviento

Eclo 3,3-7.14-17: El que teme al Señor, honra a sus padres.
Col 3,12-21: Que la paz de Cristo actúe de árbitro en vuestro corazón.
Mt 2,13-15.19-23: José coge al niño y a su madre y huye a Egipto.

En este domingo que media entre Navidad y el día de la circuncisión del Señor, celebra la Iglesia la fiesta de la Sagrada Familia como incitación a vivir constantemente la unidad, la comprensión y el amor en el seno de todos los hogares y de todas las familias del mundo. Muchos son los aspectos y dimensiones de la familia que invitan a una permanente reflexión y a un profundo diálogo. Ello nos llevaría un tiempo del que no disponemos. Por eso, voy a centrarme en sólo un punto.

Este verano me llamó sobremanera la atención un chiste de Mingote que produce una sonrisa triste. En un banco de un jardín cualquiera estaba sentado un anciano y a su lado se encontraba un perro. El anciano le comentaba al perro: <<¡Qué lástima! Ni tú ni yo sabemos dónde se han ido a veranear nuestras respectivas familias. De todos modos, les podíamos escribir una carta diciéndoles que no se preocupen por nosotros, porque tú y yo nos hemos hecho íntimos amigos y nos damos grata compañía>>. Con el gracejo y la ironía que le caracterizan, Antonio Mingote ha dado en la diana de uno de los mayores problemas que existen en las familias actuales: la progresiva desintegración del núcleo familiar, adobada con una buena dosis de desinterés y falta de cariño entre sus miembros. La familia de este fin de siglo y de milenio camina en dirección opuesta a las recomendaciones del libro del Eclesiástico: <<El que respeta a su madre acumula tesoros […]; el que honra a su padre se alegrará de sus hijos […] Hijo mío, sé constante en honrar a tu padre, no lo abandones mientras viva>> (Eclo 3,3.5.12). ¿Qué está pasando en la sociedad actual, mis queridos amigos?

Es verdad que la sociedad actual en poco se parece a la de antaño. Los hijos de ahora no cuidan a sus padres con la misma intensidad que lo hacían los hijos de entonces. Por una parte, el ritmo de vida acelerado que a todos nos imponen las sociedades postmodernas nos conduce irremediablemente a priorizar las obligaciones laborales antes que las familiares. Por otra, en las sociedades desarrolladas el número de jubilados es cada vez mayor al aumentar espectacularmente la edad media de vida y al descender alarmantemente el número de nacimientos. Esto provoca que los jóvenes, que son los menos, queden desbordados por el número de ancianos que tienen que atender, que son los más. A eso hay que sumarle otros dos hechos: la incorporación de la mujer al mundo laboral, que incide directamente en una falta de atención más pormenorizada a los padres de lo que en otros tiempos era usual, y la falta de espacio en las viviendas para acoger a los propios padres en ellas.

Aunque todo lo anterior es atenuante de la falta de atención a los padres, con todo, el problema de fondo es la transmutación de los valores. El amor, el cariño, la generosidad o el cuidado de nuestros padres han perdido toda su fuerza y significado. Sencillamente no interesan. Hoy priman la eficacia, la producción masiva, la utilidad, el consumo, el confort, la comodidad. El tener se ha impuesto al ser. Vivimos en las postrimerías de la muerte del hombre, expresión feliz del francés Michel Foucault, que conlleva la desintegración de todas las dimensiones de la vida humana, incluida la familia.

Los cristianos tenemos que replantearnos muy seriamente cuáles son los parámetros de referencia en nuestra vida. Es una gran contradicción ontológica ser cristianos y vivir como paganos. Los valores de los cristianos ni deben ni pueden amoldarse a los supuestos valores del mundo. El mensaje de las bienaventuranzas (cf. Mt 5,1-2) es claro al respecto: vivir y encarnar la paz, el amor, la alegría, la misericordia, la generosidad sin límites; valores que hemos de encarnar en el cuidado, atención y cariño a nuestros padres mayores, porque así respetamos y amamos a Dios; si no los honramos a ellos también nos deshonramos a nosotros mismos. Así es como creamos la familia y crecemos en familia –Iglesia doméstica, como la calificó el Vaticano II-, en cuyo seno nacen, crecen y se desarrollan los grandes valores de la humanidad: el valor del amor, el valor de la vida, el valor de los hijos, el valor de la educación, el valor de la convivencia.

Como cristianos tenemos que aprender a descubrir el secreto de la generosidad, centro en el que se asienta la familia. La generosidad fecundiza, renueva, hace crecer, anima; el egoísmo reseca, desune, mata. <<Lo que no das, lo pierdes>> eran las palabras finales de la película La ciudad de la alegría. Por ello, <<sólo poseemos de verdad aquello que regalamos a los demás>>.

Quisiera concluir esta reflexión con una oración del anciano que ya manifesté en otra ocasión. Es la siguiente:

<<Felices los que son comprensivos con mis piernas vacilantes y mis manos torpes.
Felices los que comprenden que mis oídos tienen que esforzarse por entender todo lo que se me dice. 
Felices los que se dan cuenta de que mis ojos son miopes y mis pensamientos, lentos. 
Felices los que me miran con una sonrisa amiga y charlan un poquito conmigo. 
Felices los que nunca dicen: “esta historia ya las has contado hoy dos veces”. 
Felices los que me hacen experimentar que se me ama, que se me respeta y que no se me deja solo. 
Felices aquellos que con bondad me alivian los días que aún me quedan en mi camino hacia el hogar eterno>>.

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