viernes, 12 de septiembre de 2014

Vigésimo cuarto domingo del tiempo ordinario

Fiesta de la Exaltación de la Cruz
Eclo 27,33-28,9: Perdona la ofensa de tu prójimo, y se te perdonarán los pecados.
Rom 14,7-9: En la vida y en la muerte somos del Señor.
Mt 18,21-35: No te digo que lo perdones hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.

Las lecturas de este domingo tienen como tema monográfico el perdón, porque es una de las vertientes más efectivas de vivir el amor, el mandamiento por excelencia de la vida cristiana. De tal manera que no puede existir auténtico amor sin perdón. No podemos decir que amamos a los demás si somos incapaces de perdonas sus faltas.

Como vemos en las lecturas, el perdón tiene un único origen: Dios; y un único destino: el hombre. Dios nos ama, y de ese amor emana el perdón y la misericordia. Porque Dios nos ama, nos perdona. Dios no es, en contra de lo que se ha creído, un juez justiciero, sediento de venganza. Dios no quiere la muerte del hombre, sino su vida. La justicia de Dios pasa por el amor. Pero el amor no obliga, no manda, ni impone, simplemente se da. Y se da siempre, porque su amor no tiene fin. Ahora bien, para recibir este don de Dios hay que estar en disposición de quererlo recibir. El hombre tiene que cultivar y afianzar en sí una actitud profundamente receptiva y receptora capaz de acoger la gracia de Dios y de aceptar su perdón (cf. Lc 15,11-32). Hasta aquí el proceder de Dios.

La historia de los hombres es bien distinta de la de Dios. no es una historia uniforme, sino plagada de altibajos. El hombre, esa <<alternancia de amor y de egoísmo>>, como lo calificara Miguel de Unamuno, no siempre está dispuesto al amor, y por tanto al perdón. Si la historia de la humanidad se hubiese escrito desde la perspectiva del amor y del perdón no sería la historia que hoy conocemos, en la que la muerte es la principal protagonista.

Es una historia, otras veces, en las que se ha amado y perdonado a cuentagotas, en pequeñas dosis y en cortos espacios de tiempos, como si tales valores del espíritu pudiesen ser medidos. Aquí se hace evidente la generosidad inconmensurable de Dios frente a la mezquindad del corazón humano.

Los cristianos tenemos que recordar más a menudo que el mandamiento del amor tiene dos vertientes claras, definidas y mutuamente interdependientes: el amor a Dios y el amor a los hombres. De tal modo que el amor a Dios, a quien no vemos, pasa necesariamente por el amor a los hermanos, a quienes vemos (cf. 1 Jn 4,20). Y como del amor brota el perdón, resulta que no amamos a Dios si no perdonamos de corazón a nuestros hermanos.

La parábola del Evangelio de hoy es bien expeditiva, sin lugar a interpretaciones o hermenéuticas capciosas o de doble sentido. En un primer bloque nos habla del perdón vertical, el que Dios dispensa el hombre cuando éste lo implora de corazón. Es un perdón infinito –dios perdona setenta veces siete-, misericordioso –tiene lástima de los desvaríos humanos- y generoso –condona una importante deuda-.

En un segundo momento de la parábola, aparece en escena el perdón horizontal, el del hombre con el mismo hombre. Y aunque esta <<deuda>> es menor que la <<deuda>> de dios, no obstante nos resistimos al perdón y a la misericordia para con el prójimo. Como el personaje de la parábola, nos negamos a conceder el perdón, porque no amamos nada. Frente a la bondad de Dios aparece, una vez más, la miseria humana.

En el tercer paso de la parábola, lo horizontal se hace uno con lo vertical: el perdón de Dios al hombre sólo es efectivo cuando el hombre perdona de corazón a su hermano: <<¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?>>. En otras palabras, no podemos implorar el perdón de Dios Padre si no estamos en actitud de perdonar a nuestros hermanos. Dios no nos perdona si nosotros nos somos capaces de perdonar. Así de simple y claro.
El Evangelio de hoy es una invitación y una llamada. Es una invitación y una llamada. Es una invitación de Dios al hombre para que sienta la necesidad de su amor y de su perdón. Es una llamada, también de Dios al hombre, a dar y acoger el perdón de quienes, habiéndonos ofendido, solicitan de nuevo nuestro amor.

Nos gusta que nos perdonen, pero nos resistimos a conceder el perdón. El cristiano debe ser generoso y perdonar siempre. Con esto, no hace otra cosa que imitar la infinita misericordia de Dios. Queridos hermanos y amigos: que hoy, en el momento de rezar el padrenuestro, pongamos un especial énfasis en el perdón que invocamos de Dios: <<Perdónanos nuestras ofensas>>; pero sabiendo que tal petición sólo es efectiva cuando cumplimos la segunda parte: <<como nosotros perdonamos a quienes nos ofenden>>.

No hay comentarios:

Publicar un comentario