miércoles, 17 de septiembre de 2014

Vigésimo quinto domingo del tiempo ordinario

Is 55,6-9: Buscad al Señor mientras se le encuentra, invocadlo mientras está cerca.
Flp 1,20-24.27: Lo importante es que llevéis una vida digna del Evangelio.
Mt 20,1-16: Id también vosotros a mi viña.

La invitación de dios a trabajar por Él llega hasta cada hombre con limpieza y lozanía. Significa, en primer lugar, que todos han de dejar aquellos ocios que nacen de la indolencia y hacen estéril la vida.
En segundo lugar, la invitación evangélica significa que hay que estar disponibles ante Dios, cuya viña es la única que rinde frutos y ofrece trabajo remunerado en base a criterios de justicia y generosidad divinas.

En tercer y último lugar, significa aceptar el propio salario sin compararlo con el salario de los otros, porque la gracia de Dios no sigue los pasos de la lógica humana -<<Los caminos de Dios no son nuestros caminos>>, se nos comenta en la primera lectura-. El hombre no es nadie para imponer normas a Dios. Tampoco puede el hombre alardear de derechos adquiridos ante Dios, porque Él está por encima de nuestros conceptos y medidas. Dios es amor, y el amor no es injusto, pero rebasa la justicia.

Hechas estas consideraciones, resulta provechoso reflexionar sobre el ocio del que habla el Evangelio en esta hora de activismo que, por desgracia, es también una hora de hombres parados en muchos rincones del mundo y de nuestra ciudad. Nadie los contrata.

Los parados del Evangelio son aquéllos que entregados apasionadamente a sus asuntos, nada hacen en la viña de Dios. La tipología de éstos, incluso entre los cristianos, es muy variada.

Hay quienes saben que Dios y la Iglesia existen, pero ignoran que los están llamando continuamente, que hay una parcela de trabajo divino para ellos: <<Id también vosotros a mi viña>>. Son cristianos sólo de nombre, semillas que quedaron en el granero sin ser jamás lanzadas a los surcos para producir frutos cristianos. Son los cristianos que creen que el compromiso de la fe es para otros más preparados, más santos y más perfectos.

Hay otros cristianos ociosos, más informados en temas de Dios y de Iglesia que los anteriores, pero igualmente inactivos. Son cristianos a medias: honestos padres de familia, trabajadores honrados. Su <<trabajo para Dios>> consiste en mantener vivas algunas nobles tradiciones: bautizos, matrimonios o primeras comuniones. Es decir, se limitan a la práctica puntual y esporádica de algunos sacramentos, que les crean conciencia de buenos cristianos.

Son muchos los no contratados que se preguntan reiteradamente: <<¿Por qué Dios ha de interesarse por mí?>>. <<Trabajar por Dios es una utopía: Él no tiene necesidad ni de mí ni de nadie>>. <<Un buen mundo secularizado y alegre es lo que necesitamos>>. El muestrario de frases, que revelan serias y bien ancladas actitudes de fondo, se podría prolongar hasta el infinito.

Ningún cristiano –ni tampoco ningún hombre- puede afirmar que Dios no lo necesita o no desea su colaboración. Se puede estar ocioso espiritualmente una gran parte de la vida y, en un momento, ser llamado por Dios a dar un ejemplo de fe, de entereza, de confianza en su providencia.

Por otra parte, nadie puede pretender llamarse cristiano con mayúsculas por haber llegado el primero al apostolado o por haber tenido la fortuna de escuchar con fidelidad la Palabra de Dios y seguirla. Dios no acepta monopolios ni derechos adquiridos. Dios es amor y quiere respuestas de amor.

En nuestra Iglesia deberíamos estar atentos a los cristianos de la hora undécima. A ésos que sólo ahora comienzan a acercarse a la Iglesia, porque acaban de ser descubiertos por ella en su incansable acción misionera o porque Dios los va llamando atrayéndolos hacia nuevas formas de vida cristiana. Estos cristianos no son tan pocos como parece. Lo que acontece es que son más silenciosos, maravillados tal vez de verse iguales a los de la hora primera. Dios los llama en medio de sus quehaceres cotidianos y les pide que lo santifiquen. Como a otros inspiró que crearan monasterios, a ellos les impulsa a convertir en lugar de encuentro con Él la calle, la fábrica, el taller, los utensilios agrícolas, el quirófano o los sindicatos.

Mis queridos hermanos, en esta parábola está retratado anticipadamente el drama de aquellos que anteponen sus derechos al mejor puesto, al mejor salario eclesial, allí donde no debe haber otra cosa que amor gratuito. Dios no está más cerca de unos que de otros por el puesto que ocupan o por la hora en que fueron llamados a ser Iglesia.

Dios siempre ama el primero (cf. 1 n 4,19). La fidelidad puede ser –y de hecho lo es- un mérito, porque supone una actitud libre y positiva. Pero la gracia de ser llamado es siempre un acto libre de Dios enamorado de los hombres, que pasa y vuelve a pasar por las plazas de la vida para ofrecer a todos y cada uno un lugar en su campo y también un asiento en su mesa.

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