viernes, 27 de febrero de 2015

Segundo domingo de Cuaresma

Gén 22,1-2.9.15-18: Te bendeciré, multiplicaré a tus descendientes como las estrellas del cielo.
Rom 8,31-34: Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?
Mc 9,1-9: Éste es mi Hijo amado: Escuchadle.

En las lecturas bíblicas de este segundo domingo de cuaresma hay dos hechos centrales que llaman nuestra atención: la fe de Abrahán y la transfiguración de Jesús. La fe de Abrahán se centra hoy en dos hechos claves: el sacrificio de Isaac que Dios le pide a Abrahán y la promesa divina de hacerle padre de un pueblo numerosísimo. Por un lado, desde la perspectiva de los ojos humanos, no podemos entender cómo Dios, siendo todo misericordia y amor, puede ordenar el sacrificio de un ser humano. Sin embargo, no es ése el fondo del relato. Para interpretarlo correctamente tenemos que leerlo con los ojos del corazón. Por otro, la promesa que Dios hace a Abrahán de hacerle padre de un pueblo numerosísimo <<como las estrellas del cielo>>, cuando a la sazón Abrahán no tenía hijos y, además, su esposa era ya octogenaria, parece una promesa utópica. Y sin embargo, Abrahán creyó firmemente en la promesa que Dios le hizo.

En uno y otro hecho, Abrahán es el hombre de la fe viva, fiel, constante, a prueba de todo, el creyente que cree y espera contra toda esperanza. Es el hombre totalmente abierto y receptivo a la voluntad de Dios. Por eso, cuando Dios le manda salir de su tierra para ir a la tierra que el mismo Dios le iba a señalar, la respuesta de Abrahán no se hizo esperar: <Aquí estoy>>. Así, Abrahán convierte la fe en obediencia, y la obediencia en abandono en las manos de Dios, itinerario de la fe del creyente. La lección de Abrahán es clara: la fe es dinámica. Es búsqueda y encuentro, salida de sí, desinstalación, camino. Es constancia y firmeza, porque sabemos bien de quién nos hemos fiado.

San Pablo, en su Carta a los Romanos, haciendo como una especie de conexión entre la fe de Abrahán y el milagro de la transfiguración que se relata en el Evangelio, señala que el motor de nuestra fe sólo es el amor de Cristo, del que nadie, ni siquiera la muerte, podrá separarnos.

En la escena de la transfiguración, Jesucristo aparece conversando con Elías y con Moisés, los personajes más representativos del Antiguo Testamento. Sus rostros aparecen nimbados de luz y de color, expresión de la sublime belleza. Tanta claridad ciega a Pedro, seducido inmediatamente por la tentación. Por eso, sin pensarlo exclama: <<¡Qué bien se está aquí! Hagamos tres tiendas>>. Es la tentación que tiende a idealizar la vida de fe y, por tanto, a sustraerla de sus compromisos existenciales. La respuesta de Dios no se hace esperar: <<Éste es mi Hijo amado, el predilecto. Escuchadlo>>. La fe verdadera no se queda sólo en <<contemplar>>, sino que es también <<escuchar>>. La fe profunda se forja a la escucha sincera y abierta de la Palabra de Dos, que nos lanza al mundo para dar testimonio de la verdad. Así, la fe es el itinerario que va de la contemplación a la acción y de la acción a la contemplación. Es la síntesis perfecta entre el ora et labora benedictino.
La fe es hoy un tema de moda. En sentido negativo se habla mucho de ella, porque vivimos en la llamada <<cultura de la increencia>>. Por doquier escuchamos decir a muchas personas: <<He perdido la fe>>, <<está en crisis mi vida de fe>>, o bien, <<tengo serias dudas sobre la fe>>. Y sin embargo, muchos de los que tales cosas dicen no tienen claro qué es eso de la fe. Normalmente, cuando se habla de creer, viene a la mente una lista de verdades, de dogmas a que adherirse. Pero el creyente cree ante todo en un hecho: el amor de Dios manifestado en el don del Hijo: <<Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único>>, nos comenta San Juan. Uno tiene la fe si cree principalmente en el amor. Si cree que Dios ama al mundo, ama a todos los hombres, ama a cada uno de nosotros. Porque la fe más que una cuestión de aceptar las verdades reveladas, los dogmas y la doctrina de la Iglesia, que también, es ante todo una actitud interior del alma. Es confesar con San Pablo: <<Sé bien de quien me he fiado>>; o con Abrahán responder a Dios: <<Aquí estoy Señor>>.

Mis queridos amigos, hay actualmente muchas personas que lo que de verdad les falta es el motor interior que les impulse a someter su razón, sus principios y sus argumentos a la voz de Dios. Son personas que se conforman con una fe <<sociológica>> y externa, porque no han descubierto la verdadera urdimbre de la vida de la fe: la opción personal e incondicional por Jesucristo y por su mensaje de salvación.

Tener fe en Jesucristo quiere decir intentar vivir como vivió Él, plenamente comprometidos con los grandes valores del reino de Dios, que son la justicia, la verdad y la fraternidad. El hombre de fe es, por tanto, un apóstol, es decir, un enviado al mundo para descubrir a los hombres el valor humanizador y salvador del Evangelio de Jesús.

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