jueves, 12 de febrero de 2015

Sexto domingo del tiempo ordinario

Lev 13,1-2.44-46: El leproso vivirá sólo y tendrá su morada fuera del campamento.
1 Cor 10,31-11,1: Seguid mi ejemplo, como yo sigo el de Cristo.
Mc 1,40-45: Jesús cura a un leproso.

Creo que todos conocéis o habéis oído hablar de la vida del padre Damián, el <<Apóstol de los leprosos>>. Fue un religioso misionero que dedicó por entero su vida al cuidado del os leprosos en la isla de Molokai, un gueto para quienes padecían la llamada <<enfermedad maldita>>; un lugar infecto del que nadie podía salir. El miedo al contagio de la lepra era tal que se creaban estos reductos de <<muertos vivientes>>. De esta suerte, los leprosos eran unos <<apestados>>, abandonados de todos y por todos. Una soledad que abarcaba no sólo el aislamiento físico, sino también la ausencia lacerante de la más elemental prueba de cariño y de amor.

En este infierno humano de soledades y abandonos, Damián, un hombre de Dios, realiza el proyecto de su vida: amar a los demás como Dios nos ha amado. Los leprosos de Molokai fueron la mies que el Señor le encomendó y que él atendió con tanto esmero.

Damián fue misionero del cuerpo y también del espíritu. Cuidó de la lepra física de aquellos infelices y también la lepra de sus angustias, de sus miedos, de su falta de amor. Al final, también él murió víctima de dar la vida por los demás, o como nos comenta San Pablo en la segunda lectura que hoy hemos proclamado: <<Yo procuro contentar a todos, no buscando mi propio bien, sino el de ellos, para que todos se salven>>.

Esta historia que nos es tan cercana en el tiempo es la misma historia que el evangelista San Marcos nos presenta hoy. En tiempos de Jesús, los leprosos tenían que vivir fuera de las ciudades, aislados, por imposición legal. Cuando caminaban de un sitio para otro, si se acercaba alguien tenían que gritar: <<Impuro, impuro>>.

En una sociedad tan sacralizada y ritualista como la judía, la enfermedad física era consecuencia de un mal moral. El leproso, en este caso, lo era porque había cometido algún horrendo pecado y, por tanto, había ofendido a Dios. Y, aunque los judíos aplicaban esta idea del mal físico como castigo del pecado a todas las enfermedades, la lepra se había convertido en el chivo expiatorio de todas las demás. Era la enfermedad por excelencia, la que manchaba cuerpo y alma más que ninguna. Todo estaba, por ello, minuciosamente reglamentado en el libro del Levítico (cf. 13,45-59).

Quienes padecían la lepra vivían, así, doblemente castigados por la enfermedad y por la sociedad. Este contexto de dramatismo personal es el que envuelve la escena del Evangelio de hoy, en el que Jesús, una vez más, ciñe y subordina el cumplimiento de la ley al bien de la persona. Ante el pecado, para Jesús no hay más postura que tomarlo sobre sus espaldas, hacerlo suyo. Es lo que simboliza el gesto de Jesús de tocar al leproso. No es sólo que la compasión le llevó a tocar a quien nadie tocaba. Es que, en aquel contacto de carnes, hubo un cruce de destinos: Jesús tomaba sobre sí la enfermedad y el pecado; el leproso recibía a cambio, la salud y la gracia. Así, todo lo que el pecador no podía ofrecer a Dios por sus propios méritos, puede presentarlo ahora por medio de Jesús. <<Toda la doctrina paulina de la justificación por la fe –señala Richardson- queda aclarada en esta breve perícopa, que nos lleva al verdadero corazón del mensaje evangélico del perdón>>.

En nuestros días también hay muchos leprosos a nuestro alrededor que demandan nuestra presencia y nuestra ayuda. Me refiero a los leprosos que deambulan por el infierno de las drogas, por los caminos de las enfermedades incurables, por las soledades del mal de la vejez, por las desesperanzas de la pobreza, la marginación o el paro. Son los leprosos de hoy que gritan a nuestra conciencia: <<Sed solidarios con nosotros. Ayudadnos>>.

Ante esta petición desgarradora sólo caben dos opciones: o desentendernos fríamente, al estilo de los judíos legalistas, o hacer causa nuestra la causa de los más desamparados, a ejemplo de Jesús, el padre Damián y tantos otros cristianos y misioneros. O vivimos falsamente nuestra fe, desentendida de todos los problemas humanos, de modo que <<no se contamine>> con ellos, o la encarnamos y articulamos en el día a día de las situaciones y problemas que la vida nos va presentando.

Una cosa es cierta, el cristiano no está para contemplar la realidad, sino para cambiarla. De nada sirve denunciar tantos problemas e injusticias sociales como azotan hoy a nuestro mundo, si no aportamos nuestro granito de arena y vamos dando soluciones a los casos concretos que se nos van presentando. Soluciones materiales, unas veces, y morales y espirituales, otras.

Es posible que la mayoría de vosotros no pueda construir una residencia para ancianos, pero sí ayudar económicamente a construirla. Es indudable que no está en nuestra mano curar las enfermedades incurables del cuerpo, pero sí podemos contribuir a curar las enfermedades del alma: la desesperanza, la soledad, las penas del corazón. Sólo basta con acompañar, dialogar, amar, a los marginados del alma.

Para ello es necesario cultivar en nuestro interior una única actitud de vida: la generosidad sin límites. Las personas y sus circunstancias, como decía el gran filósofo Ortega y Gasset, no son unas <<cosas>> más que relegamos a un segundo lugar. Tienen que ocupar el primer puesto en el elenco de nuestras prioridades. Como cristianos tenemos que sentirnos urgidos e impelidos a dar razón de nuestra fe.

Cristo no nos pide imposibles, pero sí realidades; no nos exige un heroísmo uniforme, pero sí un heroísmo a la medida de nuestras capacidades. Conforme nos vamos dando, descubrimos la riqueza de la dinámica del amor frente a la miseria del egoísmo. No es más quien más se desentiende de los demás –como parece ser el slogan de nuestras sociedades modernas-, sino quien más se encuentra con ellos. El cristianismo es una religión de comunión y encuentro, nunca de aislamiento e individualismo. No se trata de amarse uno a sí mismo, sino de amar a Dios en los hermanos. Aquí sucede lo que tantas veces nos ha comentado Jesús en el Evangelio, que el cristiano que quiera salvar su vida al margen de los demás y sus problemas, la perderá; en cambio, el que la pierda entregándola generosamente por los otros, ése la gana (cf. Lc 9, 24-25).

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