viernes, 13 de mayo de 2016

Domingo de Pentecostés

Hch 2,1-11: Se llenaron todos del Espíritu Santo.
1 Cor 12, 3-7. 12-13: Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu.
Jn 20, 19-23: Recibid el Espíritu Santo.

Celebramos la fiesta de Pentecostés, fiesta del Espíritu Santo. Pentecostés es la luz irradiante del Espíritu que nos explica todas aquellas realidades que nos dejó el Resucitado: “Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad os irá guiando en la verdad toda” (Jn 16, 13). La luz del Espíritu nos ayuda a discernir los signos de los tiempos y a interpretarlos en clave divina; a ver la historia, no como una historia humana a secas, sino como la historia de la salvación de Dios a los hombres. El Espíritu nos hace ver cómo opera Dios “desde dentro”, en el corazón mismo de la historia y en el corazón mismo del hombre, sembrando en ambos la semilla de la salvación eterna.
Pero la acción del Espíritu es también fuerza, energía que nos sostiene y nos anima; nos alienta y robustece en el testimonio cristiano, como robusteció a los profetas (cf. Jer 1, 4-10) y a los apóstoles (cf. Hch 4, 31-33) en su tarea evangelizadora. Por eso, la señal de que nuestro testimonio de vida y nuestro apostolado son auténticos no es otra que la presencia en ellos de Espíritu. Y el Espíritu se detecta cuando vivimos la vocación de ser cristiano con mucha alegría y con más entusiasmo; cuando estamos verdaderamente ilusionados y enamorados de nuestra condición de cristianos. ¿Cómo puede entenderse que el Espíritu habite en un corazón muerto que no vibra ante nada ni por nada?
Como se nos comenta en el Evangelio de San Juan, los discípulos pasaron de una actitud de fracaso y de miedo a otra de victoria y de valentía (parresía). El Espíritu operó en ellos el cambio, la conversión radical que les hizo primero “ver”, y, más tarde, “actuar”. Si el Espíritu no los hubiese asistido con sus dones, con su fuerza y con su luz en aquellas horas inciertas, llenas de dudas y de sombras, ¿de dónde habrían sacado tanto vigor y tanta valentía para abrir las puertas de sus noches a la claridad del día? Ésta es una de las grandes señales que ponen de manifiesto que Jesucristo resucitó y envió a su Espíritu a sus apóstoles para que acometiesen con autoridad la evangelización de los pueblos.
En otras ocasiones hemos hablado de la ausencia o de la “muerte de Dios” en nuestro mundo. Hoy también hemos de hablar de “ausencia” y “muerte” del Espíritu en el mundo, y hasta casi en el corazón de los creyentes.
En efecto, inmersos en la autosuficiencia de la técnica que nos seduce y atrapa hasta esclavizarnos, extrapolamos, tal vez sin advertirlo, lo humano a lo divino, confiando al poder de nuestras tácticas humanas la tarea de la evangelización, obra de Dios. Tácticas muy de moda en nuestros actuales apostolados como, por ejemplo, nuevas metodologías, publicidad, congresos, sonidos e imagen, etc. Todo esto está bien, porque tenemos que ser hombres de nuestro tiempo, y el Evangelio hay que predicarlo oportuna e importunamente, sirviéndonos de todos los medios posibles a nuestro alcance, pero sin caer en la tentación de convertir los medios en fines. Quiero decir, sin apoyar la evangelización en el poder de la técnica, porque en tal caso, Dios, objeto de la evangelización, sería un puro pretexto; no predicaríamos a Dios, sino que nos predicaríamos a nosotros mismos.
Cuando la evangelización no es obra de Dios, sino obra nuestra, cuando el Espíritu no es el motor de nuestro apostolado, sino que lo es nuestro afán de conquista y de éxito humano, entonces, la tarea misionera acaba en el más estrepitoso de los fracasos porque nuestras palabras y nuestros hechos no dicen nada, ni obran nada, están huecos, cumpliéndose así las palabras proféticas de Gamaliel: “Si su plan o su actividad es cosa de hombres, fracasarán” (Hch 5, 38).
Solamente Dios, mediante la acción transformadora de su Espíritu, es garante de la salvación que anunciamos. Sólo el Espíritu, el santificador, es el verdadero impulsor y motor que nos lanza la tarea de anunciar el Evangelio por todo el mundo. Es en este caso, y sólo en él, cuando se cumple la segunda parte de la sentencia de Gamaliel: “Pero si es cosa de Dios, no lograréis suprimirlos” (Hch 5, 39).
Hemos sido convocados por el don del Espíritu para formar un solo cuerpo, una sola Iglesia. Aunque los dones son muchos, el Espíritu es uno. El testimonio cristiano más urgente al que estamos convocados es el testimonio de la unidad de todos los creyentes en Jesucristo, para que el mundo crea que es Dios quien nos ha enviado y, así, demos testimonio del a verdad.
En esta fiesta de Pentecostés, tan hermosa y radiante, invoquemos al Espíritu Santo, Padre amoroso del pobre, luz que penetra las almas y fuente del mayor consuelo, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos. Invoquemos sus siete dones, pero especialmente el don de la sabiduría, para saber acertar en nuestras decisiones de vida y obrar en el testimonio cristiano.
Sería bueno que en más de una ocasión invoquemos la siguiente secuencia del Espíritu, para que en todo momento y circunstancias inunde con su luz nuestro corazón y destierra de él las sombras y las vanidades de la vida que con frecuencia nos acechan y asaltan, y para que, al mismo tiempo, nos impulse con fuerza y constancia a la tarea de la evangelización, obra de Dios:


Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre;
Don, en tus dones espléndido;
luz que penetras las almas;
fuente del mayor consuelo.
Ven, dulce huésped de alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma,
divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre
si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado
cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía,
sana el corazón del enfermo,
lava las manchas, infunde
calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus siete dones
Según la fe de tus siervos.
Por tu bondad y tu gracia
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno.

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