miércoles, 18 de mayo de 2016

Fiesta de la Santísima Trinidad

Prov 8,22-31: El Señor me estableció al principio de sus tareas.
Rom 5,1-5: El amor de Dios inunda nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha dado.
Jn 16,12-15: El Espíritu de la verdad os irá guiando en la verdad toda.

Nos reunimos para celebrar una de las fiestas más grandes de los dogmas más sublimes del misterio de Dios: el misterio de la Santísima Trinidad. Al final del siglo XIII, el gran teólogo dominico, el maestro Eckart, al referirse al misterio de la Trinidad, comentaba: «Cuando el Padre mira al Hijo, el Padre le sonríe al Hijo, y el Hijo le sonríe al Padre; de esta sonrisa brota el placer, y de este placer brota el amor, y de este amor brota la fecundidad que da origen a las tres divinas personas, entre ellas el Espíritu Santo». Es un modo hermoso y distinto de hablar de la Trinidad que nada tiene que ver con ese otro a que nos acostumbraron de pequeño, el que se intentaba explicar el misterio trinitario de Dios recurriendo a la figura geométrica del triángulo, o a aquellos principios filosóficos de una sola esencia y de tres personas distintas.
Cuando hemos hablado de Dios y de la Santísima Trinidad, hemos corrido el peligro de considerar este dogma únicamente como un dogma que sólo afecta a Dios y nada más que a Dios. Esto es verdad, la Trinidad nos remite al «en sí» de Dios, como diría el ftlósofo Zubiri, pero es una verdad que no se queda encerrada en sí misma sino que está abierta al horizonte humano. Dios se ha revelado en Jesucristo, y, por tanto, es Dios con nosotros, y no un Dios para que lo veamos lejano en los astros o allá en las nubes, sino para que lo veamos en el corazón de cada hombre, en mi propio corazón, como diría San Agustín.

Las lecturas que la Iglesia nos presenta en esta fiesta nos invitan a acercarnos más al corazón de los demás y al corazón del mundo y de la naturaleza, desde el corazón de Dios, centro de todo el universo y de todo lo creado.
El primer texto del libro de los Proverbios nos presenta a la Sabiduría divina jugando y admirando la bola del mundo y mimando el universo. En el salmo responsorial hemos leído: «Señor, qué admirable es tu nombre en toda la tierra. Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado: ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?». Es, en resumidas cuentas, una invitación a descubrir a Dios en la creación, templo de Dios, como dijo el gran pensador Teilhard de Chardin.
Hoy, desde ambientes y posturas anticristianas se nos acusa a los creyentes de haber liquidado la hermosura de la naturaleza, rompiendo el equilibrio de los ecosistemas y la armonía que existía entre el hombre y su medio ambiente. Esta tesis acusatoria la apoyan en el mandato que Dios hace al hombre al principio de la creación: «Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla» (Gén 1,28). En realidad, esta exégesis no deja de ser una caricatura interpretativa. ¿A qué nos invita realmente Dios cuando nos manda que sometamos la tierra? No a abusar de la madre naturaleza, como pretenden hacernos creer los mercachifles de la hermenéutica, sino a colaborar con Dios en la obra de la creación, a «cocrear» con Dios, como dice muy finamente Zubiri. Una de las dimensiones y extensiones del pecado original es el pecado contra la naturaleza, que nada tiene que ver con lo que Dios quiere, y sí con lo malamente el hombre quiere y realiza.
Quienes critican el mandato de Dios tendrían que caer en la cuenta de que precisamente el abuso contra la naturaleza inicia su camino de destrucción en el momento mismo en que el hombre se olvida de Dios y destierra a Dios de su mundo y de su historia. Este movimiento de «acoso y derribo» de Dios se inició con el Renacimiento, conocido también como la etapa del inicio de la «mayoría de edad antropológica» y de la «disolución teológica». El antropocentrismo sustituye al teocentrismo de épocas anteriores. Dios es dejado en sus «alturas», y la tierra es sólo y nada más que asunto del hombre. No hay más Dios que el hombre. Así se consuma la tentación prometeica. El hombre, dueño y señor de todo, juez y parte de sus asuntos, empapado de la inmanencia hasta la médula, va convirtiendo paulatinamente el paraíso que es la tierra en un infierno. Ensoberbecido con su ciencia, con la autonomía de su saber, con la seguridad de sus inventos, no tiene otro lema que el progreso, a costa de lo que sea. Los efectos de la aplicación de tal filosofía ya los estamos padeciendo: contaminación medio ambiental, polución urbana, descenso alarmante de la calidad de vida, etc. Este mundo nuestro está más estropeado que nunca, como escribía el gran filósofo Gabriel Marcel.
Como cristianos no podemos permanecer impasibles. De la consideración de las lecturas de la fiesta de hoy podemos y debemos sacar, al menos, dos conclusiones: la primera, que el mundo sólo tiene sentido con Dios, no al margen de Él. Pero el Dios en quien creemos es un Dios que es amor, vida, creación, y no destrucción y muerte. Amor, placer, sonrisa, fecundidad son dones de Dios que nos ayudan a comunicarnos a los unos con los otros, a ser generosos, altruistas, servidores de los demás y servidores de la creación, obra de Dios. Dios ama el mundo, porque es obra de sus manos y, por ello, en su raíz es bueno: «y vio Dios que era bueno» (Gén 1,31).
La segunda conclusión no se hace esperar para nosotros los cristianos: tenemos que amar, defender, mimar, cuidar a la madre naturaleza entendida íntegramente, como nos exhorta el papa Juan Pablo II. Es decir, amar, defender, mimar y cuidar no sólo los montes, los valles, la capa de ozono, la atmósfera o los ecosistemas, sino también la vida humana, porque el hombre es la cima de la creación (cf. Gén 1,26-30) y, por esta razón, Dios le ha dado el mando sobre las obras de sus manos (cf. Sal 8). Esto implica un no rotundo a todo lo que conlleva la muerte de las personas; un no rotundo a las guerras, a la violencia, al hambre de miles de personas, al aborto, a la eutanasia. No es
posible entender cómo se puede defender al mismo tiempo la vida de los animales y el aborto humano. Es una gran incongruencia. Hay que defender tanto la vida de la
naturaleza como la vida humana. Así lo entendieron los santos, entre ellos San Francisco de Asís y San Juan de la Cruz, quien en su Cántico espiritual nos da toda una lección de ecologismo y de amor a la vida, creación maravillosa de Dios:
«Vosotros los que fuerdes
allá por las majadas al otero,
si por ventura vierdes
a aquél que yo más quiero,
decidle que adolezco, peno y muero.
Mil gracias derramando pasó
por estos sotos con presura,
y yéndolos mirando
con sólo su figura,
vestidos los dejó
de su hermosura».
¿Acaso se puede decir algo más bello de la naturaleza, de los bosques, de los montes, de los mares, del medio ambiente, donde Dios nos ha puesto como jardineros al frente de su creación? Día de la Trinidad, una fiesta y un mensaje: nuestro amor a Dios sólo es verdadero si amamos de corazón a nuestros prójimos y si amamos y recreamos el mundo.

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