viernes, 11 de noviembre de 2016

Trigésimo tercer domingo del tiempo ordinario

Texto evangélico:
Mal 4,1-2: Os iluminará un sol de justicia.
2 Tes 3,7-12: El que no trabaja, que no coma.
Lc 21,5-19: Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.

No es un secreto confesar que todos sentimos cierto respeto y temor ante el futuro y que por ello vivimos obsesionados por la seguridad del mañana. Gestionamos ahora todo tipo de seguridades –sobre todo la seguridad de la propia vida-, para tener cubiertas las espaldas ante cualquier evento. Con todo, el futuro nos asusta porque nadie es dueño ni de la historia, ni de los acontecimientos que la gestan y escriben. Este miedo al futuro puede llevarnos a vivir en una permanente desazón, a la desesperanza, a no esperar nada ni a creer en nadie. Es un miedo peligroso para la vida de la fe porque puede conducirnos a la desconfianza en la salvación de Dios.
 El Evangelio que hoy hemos proclamado es de una variada y profunda riqueza, que nos da, como se suele decir, <<una de cal y otra de arena>>: Jesús nos tranquiliza frente a los agoreros de siempre que anuncian cataclismos y desastres futuros porque Dios sabe bien lo que se hace; pero al mismo tiempo hemos de estar siempre preparados para sufrir todo tipo de persecuciones por defender la causa del Reino de Dios.
En los tiempos últimos que nos ha tocado en suerte vivir resurgen del nuevo los movimientos milenaristas de todo tipo, los aguafiestas que auguran un futuro negro, los impostores de la vida que siempre han visto en blanco y negro, nunca en color. Son mercachifles de baratijas que trafican con las dudas y los temores de las conciencias débiles. Unos anuncian el final del mundo, otras catástrofes y males sin cuento, otros nos ofrecen la salvación adecuada, especie de remedio milagroso para tales males. Las ofertas son en ocasiones sugestivas y sugerentes, sobre todo cuando juegan con psicologías débiles e inseguras. Los cristianos no estamos a salvo de tales envites. Por ello, Jesús, que conocía al milímetro el corazón y la mente humana, nos advierte de los falsos profetas de todos los tiempos: <<Cuidado con que nadie os engañe; no vayáis tras ellos>>. Hemos de tener los ojos bien abiertos para saber distinguir, juzgar y discriminar lo falso de lo auténtico, cosa nada fácil.
Uno de los profetismos más fascinantes –y al mismo tiempo más falaz- es el profetismo de la técnica, sobre todo porque ofrece al hombre de hoy la seguridad del mañana. Nuestra dependencia y confianza sin límites en la técnica es ciega pensando que no hay nada que no pueda solucionarnos. Pero claro está, la técnica no es dadora de sentido; la técnica, con mucho, nos salva materialmente pero no ontológica ni espiritualmente. Y si el hombre vive al margen de la dimensión del espíritu, ¿en qué se ha convertido? Esto es lo que hemos de tener claro para no dejarnos deslumbrar por los éxitos aparentes y ficticios que nos proporciona la tecnología más sofisticada. Bien lo expresó el Concilio Vaticano II: <<El progreso humano, que es un gran bien del hombre, lleva consigo una grave tentación, pues, una vez turbada la jerarquía de valores y mezclado el bien con el mal, los individuos y las colectividades consideran sólo sus propios intereses y no los ajenos. Con esto, el mundo deja de ser el espacio de una auténtica fraternidad, mientras el creciente poder del hombre amenaza, por otro lado, con destruir al mismo género humano. Toda la actividad del hombre, que por la soberbia y el desordenado amor propio se ve cada día en peligro, debe purificarse y encaminarse a la perfección por la cruz y la resurrección de Cristo>> (Gaudium et spes, 37).
En medio de tantas ofertas humanas los cristianos tenemos que distinguir siempre cuál es la oferta de Dios, que en realidad es la única que nos salva. Pero implica una total confianza en su voluntad, en sus designios. Con Dios no tenemos la seguridad humana que pueda dar la técnica, pero sí tenemos la seguridad de la fe, que llena de sentido toda nuestra existencia, que nos lanza a vivir en el riesgo y en las incertidumbres humanas, pero en la confianza y en la certeza de Dios: <<Ni un cabello de vuestra cabeza perecerá>>. Por esta razón, el cristiano que <<vive de la fe>> (cf. Rom 3,21-30) vive y enfoca los acontecimientos de la vida con paz y serenidad de espíritu, seguro de Dios, y evita el <<pánico>> y el nerviosismo producto de las dudas, fracasos y desesperanzas humanas.
No sabemos ni el día ni la hora. No sabemos cómo se nos manifestará el Resucitado. No sabemos cómo llegaremos al Reino de Dios. No sabemos ni el cómo ni el cuándo de la horade Dios, pero sí sabemos que el futuro de Dios, que es el de todos los que creen y se fían de Él, es la salvación plena y total. Ante tal evento los cristianos tenemos una tera que cumplir, una misión que realizar en u mundo lleno de dificultades y habitado por <<mesías redentores>> por todo tipo: ser sal de la tierra y luz del mundo (cf. Mt 5,13-149.
Es decir, nuestra misión como cristianos es llenar el mundo de Dios, contagiar a los hombres de nuestro tiempo con el sentido de la esperanza, de la serenidad y de la confianza en la salvación de Dios. Pero eso sí, en medio de persecuciones, asumiendo la cruz de cada día, carta de autenticidad de nuestro vivir y de nuestro obrar cristianos.
Jesús viene a los hombres y nos anuncia que el fin debe ser construido aquí y ahora, no de manera improvisada, porque el Reino de Dios comienza en el presente y está dentro de nosotros. <<Ya>> se ha producido la salvación de dios a los hombres y al mundo, pero <<aún no>> ha llegado a su plenitud. Nos compete como cristianos dinamizar el proceso de salvación y su liberación (cf. Tom 8,22-24). Lo que no podemos hacer es cruzarnos de brazos, fomentar la falsa actitud del pasivismo pensando que Dios nos resolverá todos los problemas. Ésta fue una de las tentaciones de las primeras comunidades cristianas. Por eso, como hoy hemos leído, San Pablo nos advierte: <<el que no trabaja, que no coma>>, porque muchos cristianos de su época se echaron en brazos de una total inactividad pensando que el <<día del Señor>> era inminente y, en consecuencia, ya no merecía la pena esforzarse por nada. Es la falsa seguridad de <<dejar todo en manos de Dios>>, tan corriente antes como ahora. Es la expresión más patente de un cristianismo desencarnado que mira tanto al cielo que se olvida de la tierra. El cristiano no puede renunciar a su condición humana is realmente quiere colaborar con Dios en la redención del mundo. Dicho en un refrán muy de nuestra cultura: el cristiano ha de estar <<a Dios rogando y con el mazo dando>>, ha de tener en una mano en Evangelio y en la otra el periódico, iluminar y colaborar en la salvación de los acontecimientos de cada día desde el amor, la fe y la esperanza en el Todopoderoso. <<Los cristianos, lejos de pensar que las conquistas logradas por el hombre se oponen al poder de Dios […] Están por el contrario, persuadidos de que las victorias del hombre son signos de la grandeza de Dios […].. El mensaje cristiano no aparta a los hombres de la edificación del mundo ni los lleva a despreocuparse del bien ajeno, sino que, al contrario, les impone como deber el hacerlo>> (Gaudium et spes, 349).

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