jueves, 17 de noviembre de 2016

Último domingo de tiempo ordinario

Texto evangélico:
2 Sam 5,1-3: Tú serás el pastor de mi pueblo Israel, tú serás el jefe de Israel.
Col 1,12-20: Dios Padre nos ha trasladado al reino de su Hijo querido.
Lc 23,35-43: Éste es el rey de los judíos.

Hemos llegado al último domingo del año litúrgico de la Iglesia que siempre se adelanta unas semanas al final del año civil. Y lo hacemos celebrando la festividad de Jesucristo, Rey del universo. Conviene que precisemos y aclaremos bien el sentido de esta fiesta, comenzando por lo más evidente y superficial para adentrarnos en lo más sustancioso.
El Reino de Jesucristo no se refiere, evidentemente, a ningún tipo de reinado material, intramundano e intrahistórico. Por eso, cuando Pilato le pregunta a Jesús en términos políticos si es el rey de los judíos, la respuesta es clara: <<Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia personal habría luchado para impedir que me entregaran en manos de las autoridades judías>> (Jn 18,36). Esto no está significando que Jesucristo se desentienda de las realidades humanas. Todo lo contrario. Jesús permanece entre nosotros, en el corazón del mundo y de la historia, porque <<Él es el modelo y fin del universo>>, principio y fin, alfa y omega (cf. Col 1,13-20).
Pero tampoco está significando que el Reino de Jesucristo sea lisa y llanamente una oferta más de salvación política al estilo de las humanas. Ésta ha sido una de las grandes y graves equivocaciones de las teologías excesivamente encarnacionistas, tan atentas a los asuntos de la tierra que se olvidaron de los asuntos del cuelo, sin advertir que sólo Dios y nada más que Dios salva y que, en consecuencia, Dios no es equiparable al hombre, ni los asuntos de Dios son idénticos a los asuntos del hombre.
Estas teologías, imbuidas más de las ideologías y de los credos políticos de distintos signos que de la fe en Dios, convirtieron, tal vez sin advertirlo, la misma fe en Dios en una mera y escueta fe en el esfuerzo humano y, en consecuencia, la salvación de Dios en la salvación del hombre por el hombre. Al final el Reino de Dios, que es el de Jesucristo, queda reducido a mero reino del hombre. Por eso, estas teologías justifican el recurso de las armas como medio para implantar la justicia, aplicando así el principio maquiavélico de que <<el fin justifica los medios>>. Una opción diametralmente opuesta al modo de actuar de Jesús, quien desaprueba todo tipo de violencia, de extorsión, de opresión propias de las ambiciones políticas de este mundo, pero no de Dios (cf. Mc 10,42-45; Lc 9,511-56).
El Reino de Jesucristo es un Reino que, sin desentenderse de las realidades humanas, las trasciende y sobrepasa. Es la confirmación de a absoluta primacía de la verdad de Dios. Después de tantos miles de años de historia, los hombres aún seguimos anclados en la violencia como medio para resolver nuestros problemas. No hemos avanzado nada o casi nada. La propuesta del Reino de Dios es bien distinta: los caminos de la paz, la misericordia, la reconciliación, el perdón, el amor, como únicos caminos de salvación. Cristo nos invita a formar parte de su Reino de amor trabajando incansablemente, día a día, por implantar en el corazón del mundo el Reino de Dios y su justicia. El único medio para conseguirlo es vivir a fondo el espíritu de las bienaventuranzas, carta magna del Reino de Dios.
Las bienaventuranzas nos enseñan que el Reino de Dios es de los pobres, es decir, de los que ponen su corazón en Dios, el único absoluto, y no en las realidades humanas, todas ellas relativas. El pobre evangélico intenta transformar sus circunstancias <<desde dentro>>, pero con la luz que viene <<desde fuera>>. Es decir, con los medios humanos que tiene a su alcance, pero todo ello iluminado desde la perspectiva de la fe en Jesucristo, plenitud y sentido de todo cuanto existe. Las bienaventuranzas nos enseñan que el Reino de Dios es de los que optan por la mansedumbre y por la paz frente a los que se decantan por la tentación de la violencia como camino para solucionar los problemas. Posiblemente esta propuesta provoque cierta hilaridad en quienes piensan que esto no es más que una bella y hermosa utopía porque la realidad es bien distinta y distante: <<si quieres la paz, prepara la guerra>>. Pero los cristianos tenemos que ser fermento de un mundo nuevo y de una tierra nueva, y la única levadura que hace crecer la masa no es otra que la levadura de la paz y del amor.
La violencia engendra más violencia, más muerte, mayor destrucción. La violencia no construye, destruye. Sólo el amor es redentor y constructor. Más pudo Gandhi con su filosofía de la <<no-violencia>> que los ingleses con sus armas, Más pudo Jesús con su muerte en la cruz que los romanos con las <<cruces de la muerte>>. Más puede Dios con su sabiduría que el hombre con su fuerza.
Las bienaventuranzas nos enseñan, en fin, que el Reino de Dios es de quienes se mantienen fieles a dios y no sucumben a la fácil tentación de convertir lo divino en lo terreno, el Evangelio en un programa más de actuación política, el Reino de Dios en el reino del hombre. La fidelidad a Dios supone ser fieles a la verdad de Dios y no a la verdad del hombre y, por tanto, no venderse a nadie ni por un <<plato de lentejas>>, luchando siempre por la justicia y por la verdad.
La fiesta de Jesucristo Rey del universo es una celebración que se inscribe sólo en el ámbito de la fe y nada más que en él. Es nuestra fe la que nos lleva a afirmar que Cristo es Rey, es decir, que es el principio, el centro y el final de la historia humana, el alfa y la omega, la suprema revelación de Dios hacia el que caminan la historia de los hombres y el universo creado. Cristo, en cuanto Dios, recapitula toda la historia y el devenir del hombre y nos hace personas nuevas.
Mis queridos hermanos y amigos, ante nosotros se abre un camino de esplendor, el camino de la vida, de una existencia en la misericordia, de una realidad en la fraternidad, de una vivencia en la alegría. Éste es el camino capaz de engendrar esperanzas y de hacer posible que todas las cosas sean nuevas, hasta que todos cantemos: <<Grandes y admirables son tus obras, Señor Dios, soberano de todo; justo y verdadero tu proceder, rey de las naciones>> (Ap 15,3).

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