miércoles, 14 de agosto de 2013

Vigésimo domingo del tiempo ordinario

Jer 38, 4-6.8-10: Ese hombre no busca el bien del pueblo, sino su desgracia.
Heb 12, 1-4: Corramos la carrera que nos toca, sin retirarnos.
Lc 12, 49-53: No he venido a traer paz, sino división.

Homilía para esta festividad de Mons. Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004.

Si abrimos un periódico de cualquier día, siempre hay una sección que se repite. Nos referimos a las noticias y reportajes sobre la violencia en el mundo. Una violencia que podemos clasificar de mayor a menor escala, pero no por eso deja de ser violencia. Las guerras entre países o entre los miembros de un mismo país, el terrorismo, las disputas familiares y personales, constituyen elementos necesarios del formato de la prensa diaria, porque tales noticias son un leiv motif en la historia de la humanidad. Por eso, no nos sorprende desayunarnos a diario con semejantes eventos.

Pero lo perturbador es que el Evangelio nos hable de violencia y de divisiones. El Evangelio -que literalmente significa la Buena Noticia- es portador también de las malas noticias. Es más, Jesucristo, el Hijo de Dios que ha venido al mundo para salvarlo y no para condenarlo, proclama en el Evangelio de hoy que no ha venido al mundo a traer la paz sino la división. ¿Qué rompecabezas es éste? ¿Qué significa todo esto?

Pienso que no hace falta indagar en demasía para advertir de inmediato la clase de división que trae Jesús. Por supuesto, no se trata de que Jesús fomente la guerra y anime a sus discípulos a tomar las armas para conquistar el poder. El discurso y la obra de Jesús no es una incitación a la violencia, incluso ante situaciones de tremendas y claras injusticias, sino una invitación a la paz que sólo es posible desde el amor, nunca desde el odio (cf. Mc 10, 42-45). Quienes han interpretado el pasaje del Evangelio de hoy en una línea netamente social-revolucionaria han tergiversado el sentido del texto para adaptarlo a su ideología y a sus principios, diferentes de los principios del Evangelio mismo.

Jesús habla de un <<prender fuego al mundo>> y de una <<división>> que nada tiene que ver con la cadena de enfrentamientos humanos. Jesús nos habla de la división que la Palabra de Dios provoca en el corazón humano, es decir, de la opción que hemos de tomar ante Jesucristo y su mensaje de salvación. Una opción que sólo tiene dos alternativas: de aceptación o de rechazo. De esta suerte, en Jesús se cumple lo que ya le profetizara el anciano Simeón a la Virgen María: <<Mira: éste está puesto para que todos en Israel caigan y se levanten; será una bandera discutida, mientras que a ti una espada te traspasará el corazón; así quedará patenten lo que todos piensan>> (Lc 2, 35).

Toda la vida de Jesús, como la de los profetas que le precedieron, fue símbolo de la aceptación y del rechazo de la luz y de la verdad por parte de los hombres: <<La gente hablaba mucho de él, cuchicheando. Unos decían: “Es buena persona”. Otros, en cambio: “No, que extravía a la gente”>> (Jn 7, 12). Jesucristo, como los profetas, tuvo que sufrir en propia carne el oprobio de quienes optaron a favor de su soberbia y egoísmo y en contra del amor. Su camino fue el camino de la cruz. Y es que la verdad, la transparencia, la luz no dejan a nadie indiferente; divide y separa, incluso a familias enteras en las que unos miembros optan por el  camino de la fe y del testimonio cristiano y otros por la indiferencia y el desprecio de todo lo que les suene a Dios. Ésta fue y es la historia singular de muchos de nuestros mártires, los pasados y los presentes, quienes por defender su fe fueron perseguidos y muertos por los suyos propios.

Sin embargo, el color de la <<división>> cambia de signo cuando se produce por discrepancias sobre el mismo Dios en quien creemos. Discrepancias que históricamente han propiciado la ruptura en el seno de la Iglesia, dando como resultado una pluralidad de confesiones bajo una misma fe en Jesucristo: protestantes, ortodoxos, anglicanos, católicos, etc. En este caso es una división no querida por Dios, sino por los propios hombres. Por ello, es una división que, a su vez, divide y crea conflictos entre los propios hermanos dando lugar a las llamadas <<guerras de religiones>>. Una cosa es que Jesús y el Evangelio sean motivo de adhesión o de rechazo por las condiciones y exigencias que implica y otra que los propios creyentes queramos dividir a Dios mismo y apropiárnoslo con patente de exclusividad.

Mis queridos amigos: ser cristiano no es nada fácil; ya lo hemos comentado en múltiples ocasiones. Ser cristiano es asumir, lo mismo que Jesús, el camino nada cómodo y nada humanamente beneficioso de la cruz. Pero también es verdad que sólo la cruz y nada más que la cruz, es nuestra mejor tarjeta de identidad y nuestro mejor motivo de alegría porque es señal de que nuestra vivencia cristiana es auténtica.

La cruz es el resultado de ser como Jesús: <<una bandera discutida>> y <<signo de contradicción>> para los demás. Y esto sólo es posible cuando se es fuel a la verdad del Evangelio, que es la misma verdad de Dios.

Cuando nuestra vida cristiana es alabada y no vituperada, ensalzada y elogiada y no puesta en entredicho, vigilemos atentamente qué hay de cristiano en ella. Lo más seguro es que hayamos disfrazado la verdad de Dios bajo la verdad del hombre.

No nos engañemos. No existe un cristianismo cómodo como existe Jesucristo sin la cruz. El cristianismo de muchos cristianos no comprometidos con su vida de fe no deja de ser una vulgar y zafia caricatura del seguimiento de Jesucristo porque en el fondo quieren servir al mismo tiempo a Dios y a los hombres, quieren <<casar>> las exigencias de Dios con las indolencias humanas, lo cual es imposible. Quien es auténtico y fiel a las exigencias de su fe no se <<casa>> con nada ni con nadie, sólo con Jesús y el Evangelio. No busca contentar a todo el mundo –labor propia de los aduladores-, sino iluminar con la verdad de su vida a todos los que quieran aceptar la verdad de Dios.

Pidamos al Señor que su Palabra <<divida>> nuestro corazón, es decir, que no nos deje indiferentes sino que nos enfrente a la verdad de nuestra vida para que nos purifique de tantas impurezas que la vuelven opaca, como nuestras comodidades personales, nuestra falta de compromiso, nuestros miedos a dar testimonio de Jesucristo, nuestra falsa piedad desencarnada, nuestro cristianismo light, en una palabra. Y que esta purificación sea el inicio del camino del compromiso cristiano, con entereza y fidelidad, <<fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe: Jesús, que renunciando al gozo inmediato soportó la cruz>>, como acertadamente nos comenta la segunda lectura de hoy de la Carta a los Hebreos, sabiendo, como muy bien, lo expresa San Pablo, que <<todo eso lo superamos de sobra gracias al que nos amó>> (Rom 8, 37).

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