miércoles, 28 de agosto de 2013

Vigésimo segundo domingo del tiempo ordinario

Eclo 3,19-21.30-31: Dios revela sus secretos a los humildes
Heb 12,18-19.22-24: Vosotros os habéis acercado a Dios, juez de todos
Lc 14,1.7-14: Todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado

Homilía para esta festividad de Mons. Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004.

Las lecturas sagradas que este domingo nos presenta la Iglesia para nuestra reflexión son una continuación de las lecturas del domingo pasado, en el que veíamos cómo ante Dios no sirven para nada nuestras pretensiones humanas de primacías y grandezas, es decir, que ante Dios nadie tiene unos derechos adquiridos y, en consecuencia, nadie tiene “derechos” sobre los “primeros puestos”, porque quienes se consideren “primeros” serán los “últimos” y a la inversa. El Evangelio de hoy ahonda y profundiza en esta especial pedagogía de Dios que trastoca todos nuestros esquemas. Fundamentalmente se centra en las virtudes de la humildad y de la misericordia, de fuerte contraste en el mundo de hoy, porque una y otra han pasado al reino de los conceptos obsoletos.

En efecto, resulta paradójico –y hasta esperpéntico- no ya vivir, sino incluso dialogar sobre las mencionadas virtudes de una sociedad que se rige por el interés, la imagen, el poder y las vanaglorias humanas; en una sociedad que esencialmente se define y vive a golpe de análisis socioeconómicos a través del marketing, los planes de las multinacionales, el imperio de los grandes holdings; en una sociedad en la que lo importante es el éxito que determina que sólo hay lugar para los ganadores y no para los perdedores; en una sociedad en la que no hay lugar para lo humano –calificado de sensiblería por los poderosos-, porque todo lo ocupa el afán de triunfar y la sed de poder.

Pero no nos engañemos, la sociedad es como es porque así son sus miembros. De nuevo aparece en el horizonte un tema tan viejo como nuevo. Me refiero al tema del pecado original como pecado de soberbia y de orgullo (cf. Gén 3,5), que el Adán de siempre ha cometido en la larga historia de la humanidad. ¿Cómo puede estar abierto a la acción de Dios, al horizonte de Dios, quien se cree con los mismos derechos que Dios? Es más, ¿cómo estar abierto a Dios, cuando Dios es negado a favor del hombre? De esta suerte el hombre, encumbrado en su orgullo, desprecia todo signo de humildad, de sencillez, de generosidad, porque en su particular escala valorativa son signos de débiles, anda interesantes desde el punto de vista del poder, de la fama y del triunfo.

Decía K. Rahner que el horizonte existencial del hombre está abierto al horizonte sobrenatural de Dios, es decir, a la revelación. Dios ha hecho al hombre para el encuentro y la comunión con Él. Pero una cosa es la vocación a la que Dios llama al hombre y otra la respuesta que da el hombre a dicha llamada. Una cosa está clara: mientras el hombre persista en su actitud de endiosamiento tendrá cerrado el acceso a la comunión con Dios. Por seguir el pensamiento de Rahner, mientras el hombre se empeñe en conquistar y ser dueño de la verticalidad no hará otra cosa que encerrarse y ahogarse más en la horizontalidad. La soberbia de la vida no es otra que el ateísmo de la vida, que no es la negación de Dios como comúnmente se cree, sino la sustitución de Dios. El hombre destrona a Dios de su puesto para ocuparlo él. Del teocentrismo pasamos al antropocentrismo.

Sin embargo, el proyecto de Dios es bien distinto. Como muy bien nos plantea la primera lectura del libro del Eclesiástico, el hombre sólo será capaz de abrirse a la revelación de Dios cuando se apee de sus grandezas y reconozca sus limitaciones. Ésta, y no otra es la única actitud que cabe ante Dios, quien “revela sus secretos a los humildes”. Los preferidos de Dios son aquellos que eligen ser pequeños como ejercicio particular de la misericordia. Por ello, no tienen como meta el poder, los puestos de honores o de influencias, sino el servicio y la entrega generosa. “En vez de obrar por egoísmo o presunción, cada cual considere humildemente que los otros son superiores” (Flp 2.3-4). Los puestos no son fines, sino medios para servir, para ejercitar la misericordia con los más pobres, los lisiados, los cojos y los ciegos.

El proyecto de Dios fue el proyecto de Jesucristo, quien siendo Dios se hizo hombre y se convirtió en servidor de todos sus hermanos, como camino inexorable de salvación. Como muy bien lo expresa el apóstol San Pablo: “Él, a pesar de su condición divina, no se aferró a su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, haciéndose uno de tantos” (Flp 22,6-7). Ahora se puede comprender la propuesta de Jesús en la parábola del Evangelio de hoy, acerca de la primacía en los puestos de honor de los banquetes. Jesús prefiere el último lugar, no para darnos una lección de astucia o sabiduría humana –“Hazte pequeño y te querrán más”-, sino porque es la única actitud que Dios valora.

La reflexión de Jesús no sólo va dirigida a los fariseos, con los que siempre estuvo enfrentado y a los que criticó duramente a lo largo de su vida pública, sino también a todos los cristianos, creyentes, hombres de Iglesia que buscan con ahínco los puestos de honor y se afanan por los privilegios y las prebendas que genera el estar “bien situado”, en detrimento de los más pobres y los más débiles. A estas personas que hacen de su misión no un servicio sino una carrera para llegar “alto” a base de medrar y despreciar a los demás, Jesús les muestra la sabiduría que nace de la cruz, es decir, la sabiduría de la humildad y del amor como fuente de misericordia, la pequeñez como sentido auténtico de vida cristiana y el servicio como norma de vida y expresión del Evangelio: “El que quiera subir, sea servidor vuestro, y que el que quiera ser el primero, sea esclavo de todos, porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos” (Mc 10,44-45).

Esta actitud que compete a cada uno en particular, también es una urgencia de vida para la Iglesia que como comunidad no puede perder la sintonía con el Evangelio y, por tanto, ha de apostar siempre por los débiles y los enfermos si es que quiere ser signo visible y creíble de la Palabra de Dios que dice vivir y anunciar. El papa Pablo VI puso el dedo en la llaga cuando, tanto a la Iglesia en general como a sus miembros en particular, lanzó las siguientes cuestiones con el fin de provocar en el seno de aquélla y en el corazón de todos una profunda reflexión y posterior conversión de vida: “Iglesia, ¿qué dices de ti misma? ¿Anunciáis lo que creéis? ¿Creéis lo que anunciáis?”.

Dejamos abiertas estas sencillas pero profundas preguntas para que cada cual las interiorice y las personalice de modo que pueda responder a ellas desde una actitud de conversión profunda y en sintonía con el mensaje de la parábola de hoy: “El que se ensalza será humillado y el que se humilla será enaltecido”.

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