miércoles, 4 de septiembre de 2013

Vigésimo tercer domingo del tiempo ordinario

Sab 9, 13-18 ¿Quién se imagina lo que el Señor quiere?
Flp 9b-10.12-17 “Recíbelo no como esclavo, sino como un hermano querido”
Lc 14, 25-33 “El que no renuncia a todos sus bienes, y no lleve su cruz detrás de mí, no puede ser discípulo mío”

Homilía para esta festividad de Mons. Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004.

Seguro que muchísimas veces os habréis preguntado cómo puede ser tan duro Jesús a la hora de imponer las condiciones para seguirle; unas condiciones que, a primera vista, nos resultan hasta escandalosas y contradictorias. Si Jesús predica y encarna el amor de Dios y da su vida por todos nosotros como expresión de su amor por los hombres, ¿cómo es posible que entre las condiciones del seguimiento nos proponga abandonar a nuestra familia para dedicar todo el tiempo a Él? ¿No es esto un gran egoísmo solapado y encubierto so capa de generosidad y de disponibilidad? ¿Por qué es Jesús tan exigente? Una vez más, mis queridos amigos, tenemos que acercarnos al Evangelio sin temores ni reservas para descubrir en él la verdad misma de Dios que, dicho sea de paso, no nos pide imposibles ni actúa en contra nuestra, sino que desea nuestro bien.

Si en todo el Evangelio hay una palabra temática que sirve como piloto conductor de la síntesis de lo que en él se dice, ésta no es otra que la palabra “radicalidad”. Radicalidad en nuestra vida, en nuestras actitudes y en nuestros hechos. O por decirlo en otros términos, sinceridad y coherencia entre lo que creemos y lo que vivimos y anunciamos. Lo que sí es del todo incompatible con las propuestas evangélicas es andar con “verdades a medias”, que son las peores mentiras; el “sí, pero” de nuestra clara falta de decisiones; la filosofía de las propias conveniencias, de lo que nos resulte más ventajoso y rentable. Esto es lo que está rechazando de plano Jesús. No es que Él sea demasiado duro en ponernos unas determinadas condiciones sino que más bien nosotros tendemos a eludir todo tipo de compromisos que impliquen un mínimo de generosidad y de disponibilidad. Lo que Jesús viene a decirnos es que en el amor no hay medias tintas. Es una experiencia totalizadora envolvente; o se entrega uno del todo o no se entrega.

Para entregarnos totalmente antes tenemos que abandonar el lastre que nos impide la entrega generosa; de lo contrario las cosas que nos rodean, nuestras apetencias naturales, nuestros egoísmos que nos atenazan y nuestros caprichos creados irán haciendo mella en nuestro corazón hasta que lo recubran de la espesa capa de la egolatría y del endiosamiento.

La radicalidad del Evangelio obliga a una total disponibilidad a todos los que quieren seguir al Maestro. Disponibilidad que conlleva despojarse de todas las cosas que nos atenazan e impiden el ejercicio más genuino de nuestra libertad. Jesús no nos pide a todos el abandono literal de nuestra familia pero sí que la relativicemos frente a los valores absolutos del Reino. No nos pide que nos olvidemos de nuestros deberes familiares pero sí que sepamos interpretarlos como deberes de segundo orden frente al deber de anunciar y vivir el mensaje del Evangelio. Una vez más tenemos que recordar la sentencia de Jesús: “Buscad el Reino de Dios y su justicia, y lo demás se os dará por añadidura” (Mt 6, 33). La entrega absoluta a la voluntad de Dios y la relatividad en los asuntos humanos tienen su máxima expresión en la cruz, símbolo de la identificación total con el Maestro y con su programa de salvación.

Tres son las exigencias fundamentales para seguir a Jesús y continuar con Él. La primera consiste en renunciar a la familia. Esta exigencia de Cristo ha tenido muchas interpretaciones en la historia del cristianismo. Una de las que más interpretaciones ha tenido muchas interpretaciones en la historia del cristianismo. Una de las que más repercusiones ha tenido en el seno de la Iglesia ha sido la interpretación literal del texto, producto a su vez de una teología desencarnada, cuya máxima expresión fue la “huida del mundo”. Esta posición fue fuertemente criticada en el sentido de que Jesús nunca abandonó literalmente a los suyos porque el amor comienza por los más próximos. En efecto, ¿cómo podemos pretender amar a los que ni siquiera conocemos cuando no amamos a quien  conocemos? San Juan, tanto en su Evangelio (cf. 15, 12-14) como en su primera Carta (cf. 4, 7-13), nos dice precisamente esto: que amemos a todos por igual, que nunca renunciemos a unos para amar a otros. Cuando tal cosa hacemos caemos en la trampa de un amor selectivo y tal tipo de amor en un amor desnaturalizado y sin identidad porque lo que define al amor es la universalidad, esto es, un amor sin fronteras, sin perjuicios ni discriminaciones, que Jesús vivió en plenitud.

Con la renuncia a la familia Jesús nos está pidiendo precisamente esto: que no ciñamos nuestro amor única y exclusivamente a nuestros conocidos sino que, comenzando por ellos, lo ampliemos a todos los hombres. Es decir, que el amor a dios y el amor al prójimo están por encima de cualquier interés y lazo familiar, aunque no lo excluye. Por eso Jesús es tajante cuando sus parientes pretenden ceñir su amor al círculo familiar: “Llegaron su madre y sus hermanos, y desde fuera lo mandaron llamar. Tenía gente sentada alrededor, y le dijeron: “Oye, tu madre y tus hermanos te buscan ahí fuera”. Él les contestó: “¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?” Y paseando la mirada por los que estaban sentados en el corro dijo: “Aquí tenéis a mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios ése es hermano mío y hermana y madre” (Mc 3, 31-35).

La segunda exigencia consiste en negarse uno a sí mismo, esto es, en renunciar constantemente a hacer la propia voluntad personal para hacer en todo momento la voluntad de Dios; lo mismo que Jesús, que no vino a ser servido sino a servir y dar su vida por todos. Ésta es, con diferencia, la exigencia que más cuesta porque implica una lucha permanente con nosotros mismos, nuestros peores enemigos. Una lucha contra nuestros caprichos que nos aprisionan, contra nuestras pasiones que nos ahogan, contra nuestros falsos deseos de realización personal, de libertad mal entendida o del sugerente y sugestivo querer “ser uno mismo”, pensando que Dios coarta nuestra genuina libertad. La realidad es bien distinta, “para ser libres nos liberó Cristo” (cf. Gál 5, 1). En suma, el seguimiento de Cristo se hace de un modo total o no es tal seguimiento. Y para que la totalidad sea tal es necesario ser plenamente libres, sin ataduras ni artimañas que mermen o pongan en entredicho nuestra entera disponibilidad a la misión.

La tercera exigencia lleva consigo la renuncia a los bienes, es decir, anteponer el ser al tener, de modo que no quedemos ahogados por los afanes y negocios de la vida, que es un serio obstáculo para que la Palabra de Dios arraigue en nuestro corazón y podamos dar frutos (cf. Mc 4, 18-19). “Renunciar” a los bienes es hacer de los bienes medios, al servicio de los demás y de la misión, nunca fines en sí mismos.

En síntesis, la radicalidad del seguimiento pasa por la apertura de nuestro yo íntimo a Dios y a los hombres porque ésa es su original vocación y su camino de realización personal: la comunión. 

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