viernes, 25 de octubre de 2013

Trigésimo domingo del tiempo ordinario

Eclo 35,15-17.20.22: Dios no desoye los gritos de los pobres.
2 Tim 4,6-8.16-18: El Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar el Evangelio.
Lc 18,9-14: El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.

Jesús de Montreal es una película canadiense sobre la vida del Señor. Lo peculiar de ella es que los grupos que la contemplan están asesorados por un equipo técnico que le indican qué escenas de la vida de Cristo son las más relevantes y, en consecuencia, merecen ser vistas con mayor atención y concentración. Es como si con esta técnica quisiera indicarse que la vida de Jesucristo está orientada para cada uno de nosotros en todos sus episodios en general y en  cada uno en particular.

Hoy San Lucas –evangelista que nos va guiando en todo este ciclo litúrgico- detiene su mirada en la oración de dos personajes de la época: el fariseo y el publicano. Son dos personajes opuestos en los tres grandes ámbitos de la vida judía del tiempo de Jesús: el ámbito social, el económico y el religioso; dos personajes protagonistas de una sencilla e instructiva parábola que encarnan dos modelos de oración y dos actitudes de vida ante la oración. Por ello la parábola tiene por finalidad enseñarnos cuál ha de ser nuestra pose interna antes Dios, es decir, cómo debemos orar.

En bastantes ocasiones cuando analizamos la postura del fariseo lo condenamos sin más. Y es necesario advertir que el fariseo ni será mala persona como se piensa. No llevaba mala vida, cumplía los preceptos y mandatos de Moisés, en la sociedad era considerado como buena persona. Entonces, ¿qué es lo que Jesús condena del fariseo? Lo que el fariseo pensaba en su interior: él, a diferencia de los demás, no era un pecador. Es decir, Jesús condena el sentimiento de superioridad del fariseo, su <<saberse>> justo y bueno frente a los pecadores, su <<sentirse>> excesivamente seguro de sí mismo. En el fondo lo que se está ventilando es una religiosidad que no trasciende los límites del hombre, una religiosidad al margen de Dios. El fariseo se sentía tan seguro de sí mismo que no necesitaba a Dios para nada y, en consecuencia, la salvación era la recompensa al sólo y único esfuerzo humano. Por tanto, el don y la virtud de la humildad no tienen cabida en posturas como la descrita porque una de las principales premisas de esta virtud es reconocer las buenas obras que dios opera en todos los hombres. Quien no ve esto –decía Santa Teresa de Ávila- no está preparado para el amor.

La autosuficiencia del fariseo esconde un serio defecto muy presente, en ocasiones, en nosotros los cristianos. Este defecto no es otro que el narcisismo, es decir, considerar la vida religiosa en general y la vida de oración en particular, como una especie de escaparate en el que yo, valiéndome de Dios ante los demás, todavía me doy a valer más de lo que soy. Es como un ateísmo disimulado: yo creo en Dios pero interesadamente, porque lo instrumentaliza para aparentar ser lo que no soy: bueno en lugar de pecador. Es el pecado de orgullo y soberbia de siempre. Por ello, viene muy a colación la segunda lectura del apóstol San Pablo que hemos proclamado. En principio San Pablo parece un poco fariseo porque, a ejemplo de la parábola, confiesa todas las grandes cosas que ha hecho por la causa de Jesús y del Evangelio: <<He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe. Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el Señor me premiará>>. Sin embargo, apostilla: <<Pero el Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje>>. Es decir, San Pablo nos remite a la gracia y al poder de dios, fundamento y sostén de nuestro ser y de nuestra misión.

Por otra parte, la parábola no es una invitación unilateral a reconocer sólo la dimensión de pecado y a olvidar la dimensión de bien que hay en cada uno de nosotros. Sería el extremo opuesto del optimismo absoluto del fariseo. Tenemos que aprender a valorar y a querer cuanto de bueno hay en nuestro corazón, porque todo ello es don y es gracia de Dios. De igual modo tenemos que aprender a ver el pecado, que también habita en nuestro corazón, producto de nuestras debilidades y miserias humanas.

Mis queridos hermanos, la vida del cristiano, la nuestra propia, está llena de contrastes. Unas veces, como el publicano, acudimos a Dios desde nuestra realidad de pecadores y le suplicamos su gracia y su perdón, sin los cuales no podríamos avanzar en el largo, duro y difícil camino existencial de la fe; otras, por el contrario, a imagen y semejanza del fariseo, nos sentimos orgullosos de ser como somos: perfectos, simplemente. Entonces llega la falsa seguridad religiosa y el afán de protagonismo, apareciendo la egolatría: yo soy dios para mí mismo, dejando al margen de nuestra vida al verdadero y único Dios.

La vida cristiana no consiste en una presunción desesperada, anteponiendo nuestros intereses a los de Dios, ni tampoco en compararnos con los demás para ser los hombres fieles ante el mundo y los pecadores ante Dios. Nuestra vida ha de poseer la transparencia de la verdad y de la libertad, para llamar e invocar a Dios en lo profundo de nuestro corazón. A los cristianos de este tiempo nos hace falta la búsqueda constante de nuestra verdadera identidad. La vida auténtica conduce a Dios y no trata de buscar justificaciones a las propias situaciones sino de penetrar en el talante del Evangelio y en sus exigencias, siendo coherentes y sinceros con nosotros mismos, de modo que nuestras buenas obras las vea nuestro Padre que está en los cielos (cf. Mt 5,16).

La autosuficiencia es una falsa interpretación del camino salvador. El cristiano se fundamenta en Cristo, siervo del amor, camino que conduce a Dios, quien siendo rico se hizo pobre, siendo Dios se hizo hombre y se humilló, <<obedeciendo hasta la muerte y muerte en cruz.  Por eso Dios lo exaltó>> (Flp 2,8-9).
Mis queridos hermanos, como el publicano, entonemos a Dios nuestra petición de perdón, implorando su misericordia: <<Señor, ten compasión de mí que soy un pobre pecador>>. Éste es el único camino que lleva a Dios, porque es el único en el que nos sentimos necesitados de Él, reconociendo que nosotros no podemos nada por nosotros mismos y todo lo podemos con Dios, <<en quien vivimos, nos movemos y existimos>>.

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