jueves, 3 de octubre de 2013

Vigésimo séptimo domingo del tiempo ordinario

Domingo, 6 de octubre

Hab 1,2-3; 2,2-4: El justo vivirá por su fe.
2 Tim 1,6-8.13-14: Vive con fe y amor cristiano.
Lc 17,5-10: Si tuvierais fe como un granito de mostaza…

Las lecturas que hoy nos propone la Iglesia para nuestra reflexión espiritual son, como siempre, de una colosal actualidad. El texto del profeta Habacuc, de cuya historia y biografía personal no sabemos casi nada, plantea uno del os grandes problemas de la humanidad de todos los tiempos, de la de entonces y de la ahora, porque es un problema sin solución que pertenece al misterio de Dios. Estamos hablando del problema del mal en el mundo.

Habacuc, de quien San Jerónimo decía que se peleaba con Dios, inquiere, busca, se interroga por el problema del mal en el mundo, pero lo hace preguntándoselo al Señor, no como quien pide modestamente una aclaración, sino como quien exige un derecho: <<¿Por qué me haces ver desgracias, me muestras trabajos, violencias y catástrofes, surgen luchas, se alzan contiendas?>>. En el fondo le está pidiendo cuentas a Dios de por qué gobierna el mundo tan mal, con tantos desajustes y desequilibrios. Por ello, una de las derivaciones que genera este problema es preguntarse por la compatibilidad entre la bondad de Dios y la maldad del mundo: ¿Dónde está la providencia de Dios en medio de este caos y de este infierno El Señor le responde hablándole de una revelación aplazada: que Él es el Altísimo y que en su día lo contemplará. Es una clara invitación de Dios al hombre para que acepte el misterio que ahora no comprende pero que en su día se lo manifestará. Por ello, no cabe otra salida y otra solución que vivir de la fe: <<El justo vivirá por la fe>>. Todo lo que de mal hay en el mundo, todo lo que a nosotros nos pasas personalmente, todo lo que no acertamos a comprender porque por esencia es incomprensible, todo ello debemos integrarlo en el universo de la fe, que descansa en Dios como razón última de nuestro vivir, pensar y obrar.

Dostoievski, gran literato ruso, para quien el problema del mal fue una de las líneas-ejes de su pensamiento y de su inspiración creadora, llegó a afirmar que <<si el llanto de tantos millones de niños en el mundo era necesario para comprender la armonía del universo, él seguiría creyendo en Dios, pero le devolvía el billete para entrar en el cielo>>. En la misma línea temática, pero aún con más crudeza, se sitúa el literato francés y premio Nobel Albert Camus. En una de sus novelas presenta a un santo laico, retrato de sí mismo, que acepta lo mejor del Evangelio, de la Iglesia y del amor, pero que no puede aceptar de ningún modo que Dios permita el llanto y la muerte de los inocentes, de los niños. Una vez más, el eterno problema de la conciliación entre Dios y el mal que no nos deja impasibles. Lo que estamos viendo en tantos países del llamado tercer y cuarto mundo, donde el mal se ha encarnado e instalado casi de forma definitiva, golpeando y atormentando fuertemente nuestras conciencias y nuestros corazones, seamos o no creyentes.

También Jesucristo vivió el dilema entre Dios y el mal en el mundo. Un dilema que experimentó en carnes propias. Sus palabras en el Getsemaní: <<Padre, si es posible aparta de mí este cáliz>> (Lc 22, 42), lo mismo que su grito de impotencia humana en la cruz: <<Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mt 27, 46), están revelando un gran acto de fe de Jesús, pero dentro de una gran queja generalizada de lo que le estaba pasando a Él.

Ante esta realidad ambigua sin solución humana, sólo cabe la aceptación por la fe, no del mal, que es inaceptable desde todo punto de vista, sino de la cohabitación Dios-mal. A nosotros nos toca hacer todo el bien posible, trabajar por el Reino y su justicia; lo demás es asunto de Dios. El mensaje del Evangelio es claro al respecto: tenemos que pedirle a Dios que nos aumente la fe, que nos llene cada vez más de fe. A pesar del mal en el mundo, tenemos que seguir creyendo en Dios, abismarnos en Él. Ésta es la fe que cree contra toda evidencia y espera en Dios contra toda esperanza humana. Es la fe que <<mueve montañas>>. Job, expresión de fe sin teología, es el prototipo del hombre paciente, sí, pero tremendamente exigente con Dios. Su fe es auténtica porque es una fe al desnudo, a la intemperie, sin ningún tipo de asidetos o razones humanas, porque no hay ni puede haber razones filosóficas o teológicas para un problema que pertenece sólo a la esfera de Dios. Es la fe del hombre solo ante Dios, ante el mundo y ante sí mismo. Y ahí, en la impronta original, es donde uno mismo es uno mismo, es donde se conoce y se experimenta con profundidad a Dios: <<Te conocía sólo de oídas, ahora te han visto mis ojos>> (Job 42,5).

Henri de Lubac, teólogo conciliar, afirmó que muchos católicos de hoy no son ateos, pero sí deístas, es decir, creyentes no practicantes, cuya fe es heredada, sociológica. Admiten a Dios y no lo rechazan pero como algo que está ahí no les plantea problema alguno, como tampoco se lo plantea nada relacionado con el orden de la fe y con la esfera de lo sobrenatural. En el fondo este tipo de cristiano es un cristiano que cree en Dios al margen de Dios.

Hermosa síntesis la que nos hace el profeta Habacuc: <<El justo vivirá por la fe>>, síntesis que es una invitación y una llamada de Dios a nuestro corazón para que revisemos y reestructuremos nuestra fe. Pero una fe en la que tratemos a Dios y lo conozcamos con propiedad, tal como es; una fe que indaga, que inquiere, busca, y se abandona en las manos de Dios; una fe, en consecuencia, que no es de oídas, de lo que nos dicen, sino personal de uno con Dios; una fe que lee, medita, ora, practica. En este sentido, y sólo en éste, hemos de pedir al Señor que nos <<aumente la fe>> para saber que a pesar de todo, es el mundo que Dios ha creado y ama.

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